Uno de los temas de actualidad que las noticias nos hacen mirar con mayor atención es el de los movimientos migratorios.
Europa está recibiendo unos flujos migratorios intensos, a pesar del imponente freno de las fronteras exteriores. Y al mismo tiempo, en América, Donald Trump viene dando una tabarra insoportable con el dichoso muro de la frontera con México.
Las desgracias, tragedias y crímenes que se vienen produciendo entre los que aspiran a llevar una vida mejor en una tierra distinta y distante de aquella en la que nacieron, esas desgracias nos horrorizan a todos.
Pero, por otro lado, parece que no nos libramos del recelo de sufrir una avalancha migratoria que termine quitándonos el pan de la mesa, o el médico de la cabecera de la cama en la que una enfermedad nos tiene postrados.
A pesar de lo mucho que se ha avanzado hacia la globalización económica y cultural, parece que la idea de la igualdad de todos los seres humanos —que eclosionó hace más de dos siglos con la revolución francesa— no acaba de convencernos.
«Libertad, igualdad, fraternidad». No solo para todos los ciudadanos franceses; no solo para todos los ciudadanos españoles o peruanos, sino para todos los ciudadanos del mundo.
Voy a copiar ahora una breve cita de Harari (si no han leído ustedes sus dos luminosos libros, De animales a dioses y Homo Deus, ya están tardando demasiado), del capítulo 18 del primero de esos dos libros:
Tal como se ha explicado en el capítulo 11, estamos asistiendo a la formación de un imperio global. Al igual que los imperios anteriores, también este hace cumplir la paz dentro de sus fronteras. Y puesto que sus fronteras cubren todo el planeta, el imperio mundial hace cumplir de manera efectiva la paz mundial.
¿Qué es lo que más nos espanta de Donald Trump, que ponga aranceles a las mercancías que llegan a Estados Unidos desde otras partes del mundo, o su agresividad de perro cortijero contra el flujo migratorio?
Si la Organización de Naciones Unidas (ONU) sirviera para algo más de lo que sirve (sirve muy poco), ya estaría promoviendo actitudes mucho más abiertas, por parte de los Estados miembros, ante los movimientos de población.
Si todos los países del planeta estuvieran dispuestos a abrir sus fronteras (¡con orden y control!) a quienes quieran o necesiten cruzarlas, los flujos de población no serían tan traumáticos y trágicos.
Insisto: con controles rigurosos, para lo cual actualmente hay medios más que suficientes.
Esa imagen, por ejemplo, de la patera repleta que llega a una playa también repleta, no se volvería a repetir. El ciudadano extranjero que cruza una frontera sabría que lo primero que tiene que hacer es presentarse ante la policía de frontera para todos los controles de rigor.
Los Estados actuales, que tienen los días —o las décadas— contados, habrán de ser más benignos ante los ciudadanos del mundo que solo buscan ganarse la vida honradamente, y más severos con quienes infringen las leyes, sea cual sea su procedencia.
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