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Mis conocimientos de psicología se limitan a mis lejanas lecturas de Freud, allá por mis años universitarios. Después, no recuerdo haber leído otros libros sobre la materia. Sin embargo, sabemos que es una materia omnipresente: en las lecturas y en el trato tanto social como personal o íntimo. Puede que algo sigamos aprendiendo, a lo largo de nuestra vida, acerca de los sentimientos y el comportamiento humano. Y por ello los mayores tienden -tendemos- a ser más tolerantes, menos rígidos en la valoración de conductas ajenas o propias, porque tenemos una más amplia visión sobre el tema.
Para buscar mi propia serenidad, siempre he procurado contar con un espacio propio donde retirarme, donde sumirme en el silencio y la ausencia de estímulos externos. Un retrete, en la última de las acepciones que recoge el Diccionario. En ese silencio la propia intimidad aflora, se esponja y reorganiza.
Para el mismo fin puede valer el paseo solitario y tranquilo; no la caminata turística en la que se requiere, además de ejercitar mucho el cuerpo, encontrar potentes estímulos a los que atender: un paraje, una vegetación, una cascada, una obra de arte.
Claro que puede ocurrir que uno tenga estar preferencias por su tendencia a la introversión. Puede que haya personas que lo que necesiten, para su higiene psíquica, sea zambullirse en el grupo o en la multitud: el bar, la mesa redonda, la reunión del comité, la manifestación. Personas extrovertidas que requieren, para su salud, poner sus almas en debate o esgrima con otras almas. Y de ese encuentro salgan más pulidas o afiladas, como le ocurre al cuchillo cuando se encuentra con el asperón.
El caso es que todos debemos mirar cuanto podamos por nuestra higiene mental. En estos tiempos en que es posible, incluso habitual, el meticuloso cuidado corporal, que llega a incluir la estética en la salud, estaría bien que no perdiéramos de vista la higiene de nuestra mente. Recordando a Jorge Manrique y sus Coplas, no nos empleemos exclusivamente
en componer la cativa,
dejándonos la señora
descompuesta.
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Ayer vi, parcialmente y por casualidad, un reportaje sobre perros. En él se presentaron canes de muchas razas: todos lindos, aseados y amorosamente entregados a sus amos, que les correspondían sin reservas.
Recordé -de leer a Harari- que el perro, lobo en origen, fue el primer animal domesticado por el sapiens, unos cuantos miles de años antes que cualquier otro futuro deméstico. Hombre y perro asociados en la labor de la caza y en el festín de la abundancia.
Pensé en lo imprescindible que es que humanos y canes nos sintamos queridos, gustosamente aceptados, especialmente en el nacimiento y primeras etapas de la vida.
Cuando veo a una madre empujando con una mano el carrito de su bebé y con la otra manipulando atenta en su móvil; a un padre que lleva de una mano a su niño de dos años y va aprovechando la otra para manejar el impostergable artilugio, tengo la sensación de que algo no cuadra, de que algo no va bien.
Cuando he constatado que los centros de educación secundaria -la dichosa ESO- tienen tanto de cárcel como de institutos de enseñanza, he sentido una gran amargura.
Cuando he visto o leído que muchos padres regalan, desmedidamente, juguetes u otros objetos a sus hijos con el inconfesable deseo de justificar o compensar sus desatenciones y ausencias, me reconcome la preocupación.
Recordemos: los sentimientos con que los atendamos y tratemos hoy, determinarán mañana, o al menos marcarán, su trato y atenciones no sólo para con nosotros los testigos de su infancia, sino para con todos los seres vivos de su entorno.
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