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Geópolis

Recuerdo una conversación de hace cuarenta años o poco menos. Coincidimos en el autobús, bajando a Granada, el alcalde de este pueblo y yo. Aquel alcalde, Severiano, era el primer alcalde elegido democráticamente, tras el franquismo y la transición.

Después de oír alguna sugerencia mía, recuerdo que me respondió: “Ahora, por lo pronto, vamos a quitar el barro de las calles”.

Efectivamente, la mayoría de las calles, si no todas, estaban sin asfaltar, y eran barrizales en invierno y terrizales en verano.

El agua corriente y los desagües, con mucha demora respecto a todos los pueblos del entorno, ya habían sido instalados. El lógico siguiente paso era el que se proponía Severiano, para convertir lo que era una aldea terruñera, por más cerca que estuviera de su capital de provincia, en una ciudad.

La transformación de este pueblo era la misma que estaba experimentado todo el país, pasando de la vida rural a la urbana.

Ya todo núcleo poblacional, grande o pequeño, o tiene los acomodos de la vida urbana, o es un campamento y, por tanto, provisional.

Acomodos que afectan no solo al suelo sino también al subsuelo y al aire. Sector este último en el que mejor apreciamos el absurdo de las fronteras, la realidad de la que formamos parte: no una “aldea global”, por más que se haya extendido el uso de tal expresión, sino una ciudad global, una Geópolis. Que ya mira con atención, calibrando potencialidades, otro sector de influencia: el espacio exterior.