Imposible que exista la vida sin ella, y mucho más imposible que exista la vida humana. Casi todo es memoria: el ADN, el tarareo de una canción o la digestión de un almuerzo.
Somos, en un noventa por ciento al menos, memoria; y nos queda un diez por ciento, cuando mucho, para la innovación y la creatividad.
Cuando se han puesto de moda tendencias pedagógicas despectivas del factor memoria se ha hecho un gran daño a los niños (a la sociedad entera). Cuando los maestros no estimulen suficientemente la memoria de los niños, seguro que otros agentes menos sanos la estimularán.
Decía el catecismo (el que aprendimos de niños y todavía, sesenta años después, conservamos, aunque sea parcialmente, en la memoria) que las potencias del alma son tres: memoria, entendimiento y voluntad. Ahora no se suele hablar del alma, sino de la vida entera, cuerpo y alma hechos uno para avanzar hacia la plenitud.
Sería estúpido que, en estos tiempos en los que los poderes municipales promueven o crean talleres para el refuerzo de la memoria en los mayores, en los colegios se despreciara el ejercicio de la memoria que supone el aprendizaje de una definición, de un poema o canción, de las tablas de multiplicar o de la lista de presidentes del Gobierno que ha habido en España después de la dictadura de Franco.
No digo que no seamos, en alguna medida, lo que llevamos en el bolsillo; pero sobre todo somos lo que llevamos en la memoria: en la memoria biológica y en la memoria mental.
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