Ayer vi, parcialmente y por casualidad, un reportaje sobre perros. En él se presentaron canes de muchas razas: todos lindos, aseados y amorosamente entregados a sus amos, que les correspondían sin reservas.
Recordé -de leer a Harari- que el perro, lobo en origen, fue el primer animal domesticado por el sapiens, unos cuantos miles de años antes que cualquier otro futuro deméstico. Hombre y perro asociados en la labor de la caza y en el festín de la abundancia.
Pensé en lo imprescindible que es que humanos y canes nos sintamos queridos, gustosamente aceptados, especialmente en el nacimiento y primeras etapas de la vida.
Cuando veo a una madre empujando con una mano el carrito de su bebé y con la otra manipulando atenta en su móvil; a un padre que lleva de una mano a su niño de dos años y va aprovechando la otra para manejar el impostergable artilugio, tengo la sensación de que algo no cuadra, de que algo no va bien.
Cuando he constatado que los centros de educación secundaria -la dichosa ESO- tienen tanto de cárcel como de institutos de enseñanza, he sentido una gran amargura.
Cuando he visto o leído que muchos padres regalan, desmedidamente, juguetes u otros objetos a sus hijos con el inconfesable deseo de justificar o compensar sus desatenciones y ausencias, me reconcome la preocupación.
Recordemos: los sentimientos con que los atendamos y tratemos hoy, determinarán mañana, o al menos marcarán, su trato y atenciones no sólo para con nosotros los testigos de su infancia, sino para con todos los seres vivos de su entorno.
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