En los últimos años me han maravillado especialmente tres escritores, historiadores los tres: Yuval Noah Harari, Niall Ferguson y ahora (acabé ayer su lectura) Irene Vallejo, con El infinito en un junco.
Un libro entusiasmante y conmovedor desde el prólogo hasta los agradecimientos. Instructivo a tope, ameno todo lo que se pueda imaginar.
El primer estímulo para despertar mi deseo de leerlo fue, en El País, una columna de Juan José Millás titulada «Vallejo»; en la que, con su habitual riqueza imaginativa y verbal, confesaba haber encontrado en este libro, sorpresivamente, un territorio maravilloso a la vez que propio.
La autora dosifica con maestría la presencia de su propia vida en la exposición del tema, «La invención de los libros en el mundo antiguo», según reza el subtítulo.
Cuán próxima se nos hace la historia con estas apariciones en escena de la profesora. Sí, profesora; porque, leyéndola, entran unas enormes ganas de volver a tener catorce años, y de tenerla a ella de profesora en el instituto.
Por ello, cuando llegamos al capítulo 86, penúltimo de la primera parte, y nos cuenta que fue una niña acosada y maltratada pro sus compañeros en el colegio, sentimos una desolación inmensa.
Copio ahora una secuencia, dos párrafos, de dicho capítulo:
Los perseguidores se repartían los papeles; uno era el líder, y otros sus fieles secuaces. Inventaban motes para mí; hacían imitaciones grotescas de mi aparato de dientes; me lanzaban esos balonazos cuyo golpe seco, cuyo aturdimiento todavía me parece sentir; me rompieron el dedo meñique en clase de gimnasia; disfrutaban con mi miedo. Los demás imagino que ni siquiera se acuerdan. Tal vez, escarbando en su memoria, dirían, bueno, le gastamos algunas bromas pesadas. Colaboraban precisamente así, con su indiferencia.
Durante el periodo más crudo, entre mis ocho y doce años, hubo otras marginadas; no fui la única. Una repetidora, una inmigrante china que apenas hablaba nuestro idioma, una chica exuberante con la pubertad adelantada. Éramos los ejemplares débiles de la manada, que el depredador observa y aísla desde lejos.
La décima que apareció aquí ayer, «La libertad, Sancho» (Don Quijote II, 58), era un intento de evitarme esta entrada de hoy (lamento haber llegado a este grado de decimanía: si tengo que escribir algo, o lo meto en una décima, o no lo escribo).
Un intento. Tenía que explicar mi posición de forma algo más clara. Si queremos que no haya acoso ni violencia en colegios e institutos, tenemos que crear un sistema educativo en el que los niños y los adolescentes se sientan libres –e iguales–, en el que decidan a qué clases y actividades asisten, y a cuáles no; y asuman su responsabilidad en el resultado. Si lo que les hemos creado es un régimen de plato único –e igual– para todos, de represión, de prohibiciones, de obligaciones, de encierro carcelario, de odiosas comparaciones, de suspensos y broncas, no nos extrañe que los sentimientos de algunos de ellos –no hace falta que sean los de muchos para que envenenen el ambiente– se pudran y se conviertan en rencor, agresión, maldad, daño para los más inocentes.
Yo a la escuela faltaba mucho: o porque hacía rabona (así lo llamábamos entonces) o porque mi padre me mandaba cualquier tarea en el campo. Compartíamos la idea de que, una vez que sabías leer, escribir y «las cuatro reglas», ya la escuela era tiempo perdido.
Había peleas en nuestra escuela; y tortas y varazos del maestro. Yo me llevé una buena tunda por llamarlo, en voz alta y en tono de reproche además, por su mote. Por supuesto, allí no había niñas: sólo cabezones.
Pero la épica de las peleas estaba fuera, en las eras del pueblo sobre todo, y tampoco en ellas había niñas: era otro mundo, muy diferente del que fue llegando con el desarrollo y después con la democracia.
Para mí acabó pronto aquel ambiente: cuando el nuevo cura párroco nos tomó a unos cuantos bajo su égida (poco después algunos estábamos en el seminario).
Concluyendo. La vida (y los libros, claro) me ha enseñado que todos, o casi todos, llevamos un mal bicho dentro, que se despierta cuando se dan las circunstancias adecuadas. Hay que evitar que eso ocurra, de la mejor manera posible. Y en los centros educativos, ello supone respetar mucho más la libertad, la idiosincrasia y la responsabilidad de los alumnos.
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