La relación entre los hombres y los dioses ha sido siempre muy estrecha, seguramente desde los mismos comienzos de la humanidad. Pero, para que tal relación existiera, primero los hombres tenían que crear a los dioses; y darles una identidad que el grupo humano, no un solo individuo, percibiera y compartiera.
Después vendría, también desde muy al principio, que unos cuantos elementos del grupo se adueñaran de los dioses; de sus voces, de su voluntad, de su incidencia y poder sobre los humanos: «Somos nosotros los que conocemos los mandatos de los dioses, y a los demás les toca cumplir y obedecer y someterse».
En el mundo clásico, tan atractivo por su riqueza cultural, mitológica y religiosa, surgen unas figuras en las que la relación hombre-dios se estrecha aún más: son los héroes, hijos de una divinidad y de un individuo humano. En el escudo de Andalucía nos ha quedado imagen de uno de los más conocidos, Hércules o Heracles, hijo de Júpiter (Zeus) y de la princesa Alcmena. Al acabarse su vida como mortal, Hércules experimentó su apoteosis, su ascenso a la plena condición de dios olímpico.
El gran cambio en la percepción humana de los dioses llegó con las religiones monoteístas: el judaísmo y sus dos hijas, el cristianismo y el islam.
La figura de Jesucristo tiene una importante semejanza con la de Hércules: el poseer la doble naturaleza, la divina y la humana. Aunque Cristo sólo tuvo naturaleza humana cuando Dios Padre quiso redimir a los humanos de sus faltas –y de sus sobras– y envió a su hijo unigénito para que les trasmitiera el mérito de su propia obra redentora, y pudieran ellos, por fin libres de culpas, ser dignos de la gracia del Cielo; partícipes, por tanto, de la naturaleza divina. O sea, ya todos los hombres, cuando muramos en esa gracia, podremos experimentar nuestra propia apoteosis, como Hércules.
Las tres religiones monoteístas han evolucionado de muy distinta manera.
Los judíos han vivido, casi dos milenios, dispersados por el mundo, en la diáspora, desde su derrota y destrucción ante la Roma imperial, hasta la constitución del nuevo Estado de Israel, poco después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. Ahora Israel es un pequeño y próspero país, rodeado de enemigos que anhelan su aniquilación. Pero es un país democrático, en el que cada individuo puede elegir su posicionamiento respecto a la religión.
El cristianismo, ya con dos milenios bien cumplidos de historia, experimentó, en su expansión y evolución, tres momentos especialmente relevantes: el triunfo, con el emperador Teodosio, siglo IV, de convertirse en la religión única y oficial del Imperio Romano tanto de Oriente como de Occidente; el Cisma de Oriente, en el siglo XI, cuando la parte oriental de la jerarquía cristiana no estuvo dispuesta a mantener su servidumbre respecto al Papa de Roma, para lo cual recurrió a una justificación o triquiñuela teológica; y la reforma protestante, siglo XVI, con Lutero como principal clérigo reformador, y nuestro Emperador Carlos como el principal paladín de la obediencia al Papa.
La reforma, en tiempos de Lutero, estaba siendo muy necesaria en la Iglesia de Roma, pero ésta prefirió mantenerse en el boato externo, en la teatralidad, y en el dominio de las conciencias individuales por la vía de la rendición de cuentas en el confesionario. Mientras, en el dominio protestante, comenzaba a vivirse una religión con más libertad de conciencia, con más trato directo y confianza con Dios en la oración, con menos ritos fastuosos y más laboriosidad en beneficio propio, familiar y de la comunidad.
A los que nos hemos criado en el mundo católico nos tocó una parte muy anquilosada del cristianismo. Y de los que nos educamos en el nacional catolicismo de la dictadura franquista, qué decir: hartura de curas, empacho de curas y militares.
Algunos privilegiados nos educamos con unas cuantas vueltas de tuerca más que la gente corriente: los que estuvimos internados en un seminario para convertirnos de mayores en curas.
En ese mundo anduvo inmerso, este que suscribe, durante casi cinco años cruciales de su formación: desde los doce a casi los diecisiete.
Después de abandonar aquel estricto internado, no habían pasado muchos meses cuando aquel exseminarista se había convertido en ateo total. Y lo sigue siendo, a la edad de sesenta y ocho.
Hace pocos días un joven vecino me hizo el regalo de un libro (Escrito con lágrimas, de Luke Veldt) a cuya lectura me he sentido, por varias circunstancias, comprometido. A pesar de que tal libro es, en alta proporción, la predicación de un pastor protestante a sus lectores, más o menos previsibles. Pero también es, este librito, el testimonio sincero de un padre que ha sufrido el tremendo mazazo de la pérdida de una hija de trece años.
Es una obra pulcramente escrita, traducida y editada, que yo he leído con emoción, respeto y atención, a pesar de mi ateísmo. Porque hay algo en común entre la fe de este pastor y mi ateísmo: la actitud de procurar ser personas algo mejores cada día, por poco que se evolucione en esta tendencia.
Pero yo no necesito proyectar mis deseos personales en un Dios Todopoderoso y Eterno, que no pasa de ser un invento humano compartido. Me moriré y, simplemente, ya no estaré, ni en ninguna tierra ni en ningún cielo. Pero en el mundo seguirá habiendo hombres, y mujeres, esforzándose cada día por ser mejores, en lo ético, pero también en lo físico, lo psíquico y lo estético. Y seguramente, poco a poco, lo irán consiguiendo; irán pareciéndose cada vez más a esos seres imaginarios, los dioses, que, desde el principio de la humanidad, los hombres hemos tenido tanto empeño en forjar: para que sean nuestros modelos o referentes, no nuestros carceleros.
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