Ayer, cuando apenas estaba comenzando mi rutilla ciclista a las ocho de la mañana, por carril bici en este tramo, yo cuesta arriba y despacio, vi que delante de mí una gaviota se precipitaba sobre una avecilla de plumaje oscuro, un mirlo polluelo probablemente, lo atrapaba con su pico mientras el polluelo gritaba horrorizado, se elevaba como un metro o poco más y lo soltaba, quizá porque el ciclista estaba ya demasiado cerca.
El ciclista los rebasó; y, aunque se desentendió del asunto, le quedó en el cuerpo un regusto amargo. ¡Qué cabrona es la naturaleza!
Fui un niño salvaje. Cacé con trampas, o cepos, con tirachinas, con arbolillo y liga, con escopeta de aire comprimido y perdigones; y hasta con mis propias manos, arrebatando los polluelos de los nidos con más alevosía que la gaviota de marras.
Luego los curas y el seminario me civilizaron. Me hacían estudiar y rezar mucho –ora et labora–, pero también me proporcionaban desayuno, almuerzo, merienda y cena todos los días. Parcos platos, claro, nada que llevase al regodeo. El lema en la mesa era quedarse siempre con un poquito de hambre.
Pero la comida segura civiliza mucho. Es lo contrario, la falta, escasez o inseguridad, lo que nos convierte en depredadores acechantes. Siempre procurando eliminar a la competencia: estas gallinas son mías, y a esa zorra que me ha robado una me la cargo.
Y así, con nuestro talento y nuestra hambre –acuit ingenium fames–, hemos ido eliminando tanto competidores como especies para las que podíamos ser sabrosa presa. Y como nos iba bien, nos multiplicábamos rápido, y siempre parecía que no iba a haber comida suficiente, con lo que muchas especies, de tierra, mar o aire, se fueron agotando en el camino.
Ahora (metamos entre paréntesis el tema pandemia), con los grandes camiones surtiendo las estanterías de los supermercados, nos sentimos bondadosos, generosos, compasivos. Pero cuando vuelven los malos tiempos para la lírica, pronto rebrota en nosotros el salvaje que fuimos. No solo ante especies que nos puedan servir de alimento, aun con peligro de indigestión o de intoxicación, sino contra la propia especie; y lo mismo podemos llegar a las armas de destrucción masiva que al canibalismo: homo homini lupus.
Esperemos que los peligros que nos acechan en los inesperados quiebros del camino nos resulten superables o llevaderos, no nos hundan en la miseria y el sálvese quien pueda. Deseemos que el mirlo polluelo se salvara del pico de la gaviota.
Filed under: A punta de pluma | Leave a comment »