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Arte

Tengo dicho, y escrito incluso en verso, que todos los seres humanos tenemos madera de artistas. Nuestras cualidades artísticas se nos despiertan en cuanto tenemos las necesidades básicas cubiertas: es en esa situación de holgura vital cuando podemos comprobar, en nosotros mismos, que, en algún campo de nuestras múltiples actividades, aspiramos a, e incluso logramos y saboreamos, la perfección. Puede tratarse del planchado de una camisa, el acabado de nuestro atuendo personal, la elaboración de un plato, la decoración de una habitación, la conducción de un vehículo… Incluso en actos que en buena lógica consideramos censurables, como sacar, encender y fumar un cigarrillo, se puede alcanzar una elegancia suprema, una fascinante perfección, como tal vez recordamos de algún fumador de nuestra infancia, de algún personaje de una película que vimos por primera vez hace muchos años.

No es, por tanto, la vocación de eternidad, la aspiración a la perduración en el tiempo, lo que más caracteriza una obra de arte, sino la sensibilidad e íntimo deseo de perfección con que se ejecuta y concluye.

La obra de arte no solo puede ser muy efímera: en algunos casos –el buen plato, la seductora sonrisa…– es lo que se espera y se desea. La obra escénica o musical, si no hay cámaras delante, dura hasta la bajada del telón, sea ésta real o metafórica, o hasta que se apaga la última nota o acorde.

Otras obras –el conjunto escultórico en piedra o en bronce, por ejemplo– aspiran más claramente a la perduración (aunque fíate tú de la tropa).

El autor de una pieza perfecta –no lo llamemos artista todavía, dejemos ese nombre para quienes han hecho del arte su profesión– la cualidad o virtud que más tendrá que ejercitar a posteriori será la humildad: al ver cómo su obra pasa desapercibida, menospreciada, ignorada o vilipendiada. Ha ocurrido con las obras de los más prodigiosos artistas de la historia, cómo no iba a pasar ante nuestro capricho artístico de cada día. Ello no ha de volvernos resentidos, rencorosos ni tristes: el íntimo disfrute del acto artísticamente realizado es suficiente premio, es un regalo divino.

Por otra parte, sentirse un artista admirado no debiera llevar a nadie a la vanidad –de vanidades…–. Porque el éxito de hoy no garantiza el de mañana.

Y como, mientras he escrito estas líneas, me han estado rondando por la mente los versos con los que Ovidio –un artista sumo– concluye sus Metamorfosis, los copio aquí, en la traducción en prosa, para la Colección Austral, de Federico Carlos Sainz de Robles:

Y, en fin, ya terminé mi obra. Desearía que no pudieran borrarla ni hierro, ni fuego, ni  Júpiter. Cuando se acerque ese día fatal, ineludible, no debe tener poderío sino simplemente sobre mi persona. Lo mejor de mí mismo pervivirá. Mi nombre quedará para siempre patente. Y mi verso volará de confín en confín mientras dure la gloria romana, que, seguramente, durará por los siglos de los siglos.