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Ars vivendi

Nací en el mismo año que Arturo Pérez-Reverte. Y seguramente la coetaneidad es un importante factor de aproximación entre personas. Desde que publicó El maestro de esgrima hasta hoy, he leído muchos cientos de páginas suyas, no, lo reconozco, todas sus novelas y artículos. Lo último leído, su más reciente Patente de corso, “Los últimos testigos”.

Es una página en la que nos habla del final de la vida, de su madre de 96 años, de lo que queda de la vida del que se va en la vida de los que han sido sus próximos.
En las generaciones transcurridas desde que la tele entró en tromba en todos los hogares de clase media, y después en todos los de menos de media, los jóvenes y los niños han ido perdiendo interés por los comentarios, los recuerdos, las anécdotas, las carantoñas, e incluso la interesante geografía facial y corporal de los abuelos.

Por el contrario, los cuidados médicos, alimentarios, domésticos… han ido consiguiendo que tengamos, en las sucesivas generaciones, unos abuelos cada vez más longevos. Hasta el punto de que han podido ver a sus propios hijos ponerse viejos, debilitados por la edad y los achaques de salud. Y, para atender al cuidado de los mayores, han tenido que echar mano de ayuda profesional, de pago, bien en el propio domicilio, bien en una de esas residencias en las que se ha cebado, y parece que se quiere seguir cebando, el coronavirus asesino.

Hay que celebrar, qué duda cabe, que la higiene y la buena alimentación, los cuidados médicos, las atenciones familiares, las comodidades domésticas, nos prolonguen la vida a los viejos.

Y, mientras nos sentimos suficientemente suficientes, viviendo una vida digna aunque menos útil, aceptamos de buen grado que esta vida se nos prolongue, que la de la guadaña no llame a nuestra puerta.

Pero permanecer aferrados a la vida, como un náufrago a una tabla en medio del océano, cuando ya esa vida nuestra no es más que el agónico palpitar de un cuerpo que se extingue, puede ser una grave indignidad, y una carga excesiva para quienes se ven obligados a ocuparse de que ese cuerpo y esa mente, que lentamente agonizan, sigan retrasando su encuentro con la muerte.

Me dedico a mí mismo este sermón. A mi edad, la de Pérez-Reverte, uno puede estar bastante sano. Y ambos, según creo, lo estamos. Yo no escribo libros, solamente este mísero diario, pero en estos últimos días, a pesar del intenso calor, he pedaleado dos horas cada tarde, subiendo tórridas cuestas, lanzándome en bajadas de vértigo (para mi edad), con una sola parada para beberme el agua del bote (caliente como el té recién hecho), antes de iniciar el regreso al dulce hogar.

Aun así, uno va notando que el cuerpo se desgasta, se deforma; que la memoria y la capacidad de atención decaen; que los achaques llegan para quedarse, que toda va a peor.

No tenemos ningunos deseos de que ese proceso se acelere, de que lo peor nos lleve al desistimiento. Pero el ars moriendi es sólo el último capítulo del libro del ars vivendi; y debemos estar preparados para cuando llegue el momento de escribirlo.

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