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Dos abrazos

Quizá porque estamos en tiempos de prudente distanciamiento físico, esta mañana me ha dado por recordar dos abrazos que recibí, y a los que respondí aunque no poco sorprendido. Hablo de algo –de algos diría Sancho– que ocurrió hace muchos años.

En alguna entrevista posterior a su éxito con Cien años de soledad, García Márquez confesaba: “Escribo para que mis amigos me quieran más”. Pues bien, yo podría decir (quizá casi todos podríamos decir) prácticamente lo mismo referido a mi primera etapa de estudiante, a la vez que seminarista o viceversa: yo estudiaba, y procuraba ser bueno, para que aquellos curas, nuestros superiores, me quisieran más.

Ya conté, en alguna ocasión, la anécdota de aquella solemne lectura de calificaciones, seguramente las del primer trimestre del segundo curso. Don Santiago, tutor del grupo o algo así, para todos mis compañeros tenía un severo reproche, por nada ni para nadie un elogio. Y yo, antes de que llegara mi turno, me preguntaba: ¿qué me va a reprochar a mí, si sólo he sacado sobresalientes y no me han quitado ningún punto por mala conducta? Llegó mi momento. Don Santiago leyó mis notas, me miró tan duramente como a los demás y me dijo: “No te ensoberbezcas”.

Vale. No me ensoberbezco. Soy un inútil siervo del Señor.

¿Se debería culpar a don Santiago de aquella falta de humana proximidad, de aquella sequedad para el afecto ante niños o adolescentes aspirantes a su mismo ministerio? En absoluto. Aquel tinglado religioso se sostenía si todos compartían la creencia, la fe, de que el mundo presente era un valle de lágrimas, una preparación para la felicidad eterna, a la que solamente se llegaría tras la muerte.

No obstante, debo reconocer que algunas señales de cordialidad, de afecto meramente humano, también percibí en aquellos años. Pocas, pocas, pero algunas.

Y como, al poco de dejar el seminario, me quité la fe como el que se quita una ropa sucia y vieja que ya no se piensa volver a poner nunca más, me resultó gratamente extraño que don Ángel, el que era entonces el cura párroco del pueblo, el que me había seleccionado para que yo de mayor siguiera sus pasos convertido en sacerdote, me impactó que, en dos ocasiones muy diferentes y muy distantes en el tiempo, celebrara nuestro encuentro con un apretado y muy sentido abrazo. Dos situaciones muy distintas, pero la misma humana y cálida cordialidad.

Quizá simplemente lo que, entre tanto, había ocurrido es que se había muerto, y estaba enterrado, mucho mejor enterrado que Franco, el viejo, pobre y seco nacionalcatolicismo; y todos nos habíamos vuelto un poco más humanos.