[Ayer, impulsado por algunas reflexiones sobre ciertos temas, como los suscitados por la película Vidas Paralelas, escribí esta entrada. Al acabarla, volvió a cernerse sobre mí el miedo actual a la guerra nuclear, que convertiría a nuestra Tierra en un cementerio muy distinto del que ahora podemos contemplar. Así que pensé que mejor no la publicaba. Hoy, después de horas dubitantes, me digo que toda autocensura es mala; y la publico.]
Pongamos que la especie humana lleva trescientos mil años, o sea tres mil siglos, viviendo en el planeta. Viviendo y muriendo. Adjudicando un cuarto de siglo a cada generación, doce mil generaciones. ¿Cuántos seres humanos, cuántos homines sapientes, pluralizando en nombre de la especie, han vivido y muerto en el planeta? Seguramente una cifra astronómica. Aunque las generaciones en los primeros siglos fueran poco numerosas, pronto fueron creciendo, y expandiéndose por los distintos continentes. Después, con la revolución agrícola, ya ni te cuento.
Así que nuestro planeta es la gran ciudad en la que ahora los vivos estamos viviendo; pero a la vez es el inmenso cementerio que ha ido acogiendo los cuerpos, los restos físicos, de todos los que han ido llegando al final de sus días.
Ello por no hablar de los restos físicos de los demás seres vivos, animales o vegetales, que han ido cayendo al acabar su vida: esa es una cadena de generaciones muchísimo más larga.
A todos esos seres vivos, cuando han acabado de vivir, los ha acogido, de una u otra forma, nuestro gran cementerio.
Ahora, centrémonos sólo en los humanos. ¿Cuál es la mejor edad para morir? Creo que cualquiera de nosotros diría que la de la vejez, cuando ya se ha recorrido, lo más completo posible, el ciclo de la vida. Y ¿cuál es la mejor forma de morir? Aquí tomaré del Quijote una cita breve (quien la quiera más larga, que vaya al capítulo 24 de la segunda parte): ”Preguntáronle a Julio César, aquel valeroso emperador romano, cuál era la mejor muerte: respondió que la impensada, la de repente y no prevista”.
Claro que esa muerte es relativamente impensable en los viejos, porque los viejos pensamos mucho en la muerte: sabemos que es ella lo que nos aguarda en algún punto no lejano del camino.
Hablo de los viejos como yo: los que no creemos en los cuentos infantiles que fantasean sobre iniciar otra vida tras la muerte.
Y ¿qué es lo que este viejo (ahora me centro en mí) espera al acabar su vida, tras una agonía que no quisiera más larga de un minuto? Pues lo que todos los anteriores muertos han tenido: un lugar y una forma, los que sean, qué más da, para integrarse en nuestro viejo, extenso e intenso cementerio.
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