Ayer, Miércoles Santo, el cielo de por aquí estaba especialmente limpio y hermoso: el aire, las nubes, el sol, los chubascos, el arco iris, todo hermoso.
Por la tarde mi esposa y yo nos dirigimos al aeropuerto de Málaga, a recoger a nuestro nieto, de año y medio, que, al abrigo de su padre y de su madre, venía a pasar unos días con esta parte de la familia.
La autovía estaba a rebosar; pero la densidad del tráfico no atemperaba las prisas de casi nadie: todos pisando gas a fondo.
El enorme aparcamiento del aeropuerto estaba a tope, nos costó dios y ayuda encontrar un hueco.
Por fin en la puerta de llegadas, veíamos cómo el edificio escupía bandadas de turistas. Mayoritariamente mayores, personas con aspecto de agotamiento o de abatimiento, que venían a mojarse los pies en la orilla del Mediterráneo como si este tuviera la misma virtud curativa que la piscina Probática de la Biblia.
Hasta que por tal puerta apareció nuestro nieto con sus padres. Los tres muy, muy bien, a Dios gracias. Así que al coche y para a acá.
Hoy es Jueves Santo. Yo no soy creyente, pero, como me crié en estas tradiciones del catolicismo, seguramente ello contribuirá a que vivamos el hoy con más alegría, a que disfrutemos mejor del florecimiento general que han traído las lluvias primaverales, a que gocemos de que nuestro nieto está con nosotros.
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