El de mi infancia rural fue un español pobre, por no letrado, por semianalfabeto (en nuestra casa no había libros); y rico, porque nos permitía hablar mucho, y discutir e insultarnos, e ir adquiriendo las destrezas agrícolas y ganaderas para las tareas a las que estábamos destinados.
A los doce años, internado en el seminario para el curso 1º de Latín y Humanidades, mi vida experimentó un cambio radical: muchas asignaturas, mucho estudio, mucho tiempo en la capilla (2ª acepción del DLE)… También recreos, pero una vida regulada a golpe de reloj. Y entre las otras asignaturas a las que había que entregarse sin pereza, destacaban las correspondientes a las lenguas latina y española. Iba a decir que la primera clase del día era la de Latín, pero me habría precipitado: todos los días, antes del desayuno, asistíamos a una misa con homilía, oficiada por el Rector; y, al acabar la misa, íbamos derechos a clase, donde, en una octavilla, escribíamos cada uno nuestro personal resumen del contenido de la homilía. Y estoy seguro de que el Rector, salvo alguna rara excepción, leía todos esos resúmenes todos los días. Un detalle más, antes de dejar atrás este primer año de seminario: no teníamos asignatura de Música, pero aprendíamos muchas canciones populares de distintas procedencias, y muchos cantos sacros para el culto y la liturgia.
Al año siguiente (ya en otro seminario), 2º de eso, de Latín y Humanidades, mucho latín, mucha lengua española, clases diarias de solfeo, y comienzo del estudio de un idioma nuevo: el francés.
Dos años más tarde, 4º de lo dicho, al estudio de los idiomas ya familiares se sumó el del griego clásico. Y no recuerdo cuántos meses habían pasado desde este inicio, cuando comenzamos a rezar en griego al comienzo de la clase; al comienzo de todas las clases se rezaba: en las de latín en latín, en las de francés en francés…
Después no me adentré en el estudio de otros idiomas sino una vez matriculado en tercer curso de Filosofía y Letras, especialidad de Filología Románica (ya había abandonado el seminario unos cuantos años antes). ¿Qué nuevo idioma?, el portugués. Y al curso siguiente, el catalán.
Siempre me ha encantado sentirme filólogo, amante de las palabras, pronunciadas, escritas o cantadas. Siempre ello me ha hecho considerarme un poco más, aunque apenas viajara, ciudadano del mundo, cosmopolita.
Cuando me jubilé, emprendí mi postrer propósito en el mundo de los idiomas: aprender algo de inglés. No llegué muy lejos en la empresa, ya que no acudí a ningún maestro: me daba vergüenza que este pensara de mí que era un alumno torpe, cuando sólo habría sido un alumno viejo. Pero bueno, conté con la siempre puntual ayuda del ordenador y de Internet.
Pues bien, aunque no haya aprendido mucho de este último idioma, sí que me alegro mucho de que el inglés se haya convertido en la lengua internacional más extendida: no porque sea el inglés sino porque sea internacional, mundial. Y me alegro mucho de oír al Presidente del Gobierno o al Rey de España hablando en inglés, aunque yo no los entienda; y me alegro mucho de ver a mis hijas leyendo un libro en inglés, aunque yo no lo pueda leer.
Porque la desconfianza entre las personas suele empezar cuando no entendemos lo que los otros dicen (la maldición de Babel); y la confianza empieza por lo contrario.
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