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En la diferencia, hacia la igualdad

Aunque llevo muchos años ejerciendo de jubilado, creo que no he perdido el carácter de maestrillo de instituto, así que el tema que más en carne viva me afecta sigue siendo el tema de la educación.

Veinticinco cursos seguidos en el mismo instituto me permitieron ser testigo de cómo se degradaba el sistema de educación publica a partir de la implantación de la LOGSE. Donde había habido un ambiente de disciplina, exigencia y respetos mutuos, se iba imponiendo una convivencia asilvestrada que apenas permitía minutos aislados para la atención a los temas que la transmisión del conocimiento requiere.

Algunos grupos de los primeros cursos de la ESO me parecían similares en descontrol, ruido y pendencias al de la escuela unitaria que yo había vivido de niño, antes de que el cura párroco me rescatara (no a mí sólo) de ella para prepararme y mandarme al seminario.

Me he puesto a escribir estas líneas al venirme a la mente la columna de ayer en El Mundo de Lucía Méndez, “Babuinos de rango alto y de rango bajo”. El nudo temático de su texto es el escandaloso sueldo de Antonio Garamendi, presidente de la CEOE. No sé si esta columnista, y magnífica periodista sin duda, se escandaliza lo mismo ante la cifra que cobra un deportista de élite o un cirujano estético de esos que les arreglan los defectillos corporales a la gente de pasta.

La conclusión para la periodista: cuando se crió mi generación, parecía que el mundo de los pobres, “gracias a la educación pública que nos sirvió de trampolín” caminaba hacia la igualdad social; pero aquello fue un espejismo generacional; ahora el mundo vuelve a avanzar por los rumbos de siempre, los de la injusticia y la opresión de los ricos y poderosos sobre los pobres y menesterosos.

Yo no creo que la cosa sea tanto así. No digo que ahora mismo no haya mucha injusticia social; no digo que no sea para rabiar de indignación que un trabajador (o trabajadora) que cumple en su puesto sólo pueda obtener un sueldo de miseria (también eso lo viví en mi propia carne, de niño y de joven).

Siempre va a haber diferencias: de rendimiento en el puesto que ocupamos, y de retribución económica. “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro”, dice don Quijote (I, 18). Luego según él, y seguramente también según Cervantes, hay diferencias en lo que valen unas personas y otras; y esas diferencias están en lo que hacen.

Ahora bien, si la generación de Lucía Méndez (que es casi la mía, casi, porque no fue igual criarse como niño pobre en los años sesenta que criarse en los años cincuenta) llegó a alcanzar la dignidad social y laboral gracias a una buena educación pública, cómo llevamos ya más de treinta años permitiendo que esa educación pública se degrade; no por falta de presupuesto o de personal cualificado, sino por la pérdida de los principios esenciales que deben regir en la institución: libertad, responsabilidad, exigencia, respeto y fraternidad.

Y, ya para terminar, una pregunta: ¿estamos relacionando adecuadamente la degradación del sistema educativo con el alarmante y escandaloso paro juvenil?

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