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Asignaturas de letras

Mientras fui profe de Lengua y Literatura (hasta que me jubilé), comenté en alguna ocasión la triste paradoja que sufríamos, en estas últimas décadas al menos, los vocacionales de la enseñanza de esas asignaturas: éramos filólogos porque amábamos las palabras y los textos bellamente redactados, y nos pasábamos buena parte de nuestra vida leyendo y corrigiendo, con escaso progreso, los penosos textos de nuestros alumnos. En contra de nuestro trabajo estaban los egos engordados por el ambiente familiar y social: “mi niño todo lo hace muy bien, pero el maestro es un maniático que por cualquier tontería le quita puntos”.

Ya casi todos, incluidos muchos periodistas y muchísimos políticos, tenemos muy claro que eso de esforzarse en redactar bien es una sandez, lo importante es sacar pecho, lucir ego.

Así ocurre que los textos más infames que podemos leer son precisamente los que más cuidados y repasados y claros deberían estar: los de los boletines oficiales.

Pero yo no quería hablar hoy acerca del valor de lo bien escrito, sino de la necesidad de la enseñanza de otras dos asignaturas que eran, y son, el campo de labor de otros colegas: la Geografía y la Historia.

Así, emparejadas, como se enseñaban, cuando yo era alumno, en institutos y facultades. Porque no se puede conocer la una sin la otra; y mucho menos se puede en estos tiempos de globalización, en los que el mundo se nos ha ido haciendo más pequeño; todo cada vez más cercano a nuestro entorno inmediato.

Por tanto, no digo que no debamos hacer un estudio más detallado de lo más próximo, de la nación y del Estado en los que como ciudadanos estamos censados; pero ese estudio merecería el descalificativo de miope si no se guía al mismo tiempo por más amplias miras.

Con un presupuesto general y evidente: en todas partes ha habido siempre personas moralmente sanas y personas moralmente reprobables; personas que han logrado hacer cosas importantes y provechosas para muchos, y personas que apenas han sobrevivido haciendo lo imprescindible para no morirse.

El caso es que, si tenemos claro que todos vamos, en esta misma nave Tierra, surcando los espacios siderales, considerar sólo la existencia de los que viven en mi barrio o en mi ciudad o en mi país es de una ‘catetura’ (ya he visto que no viene en el DLE) imperdonable.

De modo que Geografía e Historia mundiales. Y de las lenguas, además de la materna (antes, qué tiempos, considerábamos materna el latín), unas cuantas de las más habladas en este planeta que, como su nombre indica, está cada día más plano.

Clasificación

Nos comunicamos con nuestros semejantes, con los seres de nuestra especie, a partir de la clasificación que de ellos tenemos asumida por nuestra educación, nuestra cultura, nuestro idioma materno…

Así que, si cada hombre es un microcosmos, seguramente cada hombre tiene su jerarquía de proximidades con los demás. Por ejemplo, alguien dedicado al comercio podría clasificar a los humanos más o menos así: familia, proveedores, clientes y los demás. Otro ejemplo: un católico practicante, o un musulmán, podría tener una preferencia muy marcada por quienes comparten su religión.

Por tanto, la clasificación según proximidad que ahora voy a exponer de los humanos es la mía; y no estoy seguro de que, de haberla hecho ayer o de presentarla mañana, la clasificación fuera a ser la misma. Las personas vivimos y evolucionamos y cambiamos más rápidamente de lo que tendemos a creer: no somos dos días seguidos la misma persona, lo mismo que no nos bañamos dos veces, según Heráclito, en el mismo río.

  1. Convivientes. Palabra a la que la pandemia ha dado mucho uso y relevancia. Las personas con las que compartes vivienda, mesa, cuarto de baño, receptor de televisión, quizá cama. Un grupo pequeño de personas cuyo número y composición varían bastante a lo largo de nuestra vida. Yo, desde que mis hijas se han ido de la casa y se han hecho independientes, sólo soy conviviente de, con y para mi esposa.
  2. Constituyentes de la línea sucesoria. Cada familia de Homo rex es una dinastía: abuelos, padres, hermanos, esposa, hijos, nietos…
  3. Próximos. Si te los encuentras por la calle, te alegras, los saludas, te paras a charlar un ratito con ellos o cambias de ruta para acompañarlos durante un trecho. O, de vez en cuando, conciertas con ellos un encuentro, para charlar, tomar una cerveza, almorzar.
  4. Escritores leídos. Su entidad o presencia nos ha llegado a través de sus libros y escritos. No están ni han estado ante nosotros, sino en nosotros. Porque tal vez hemos pasado muchas más horas con ellos, con Galdós, Garcilaso, Cervantes, Muñoz Molina, Harari o Javier Cercas, que con muchos de nuestros parientes consanguíneos.
  5. Conocidos. Los ves por la calle, en un ambiente urbano, y los saludas, les pones buena cara, pero, salvo excepciones, no te paras a charlar con ellos. (Digo en un ambiente urbano, porque en un ambiente rural o solitario yo saludo a cualquier persona con la que me cruzo. Y me producen enfado esos jóvenes que, por timidez o por creer que la vejez podría ser contagiosa, pasan junto a mí como si yo fuera invisible).
  6. Hispanohablantes. Creo que no hace falta que diga el porqué. O sí: porque no domino ningún otro idioma como el español. A lo más que he llegado ha sido a que algunos franceses me digan que hablo muy bien francés, pero yo nunca me lo creí.
  7. De cultura occidental. Para bien y para mal. Alguien decía que Occidente tiene decadente hasta el nombre. Parece que los occidentales nos quejamos de casi todo, parece que las comodidades nos han debilitado; pero tenemos un sentido de la igualdad humana, del valor de la democracia y de la libertad personal.
  8. Amigos. Todos los humanos que se ganan honradamente la vida, o al menos aspiran a ello. Sean del país que sean, hablen el idioma que hablen, recen a un dios o no recen.
  9. Pelmazos. Aquellos a los que procuras eludir para que no te den el coñazo.
  10. Enemigos. Putin y todos los hijos de Putin.

Solo ante el folio

Acabo de salir de la cama: un buen rato antes de lo habitual. Llevaba varias horas despierto, desvelado. Así que me he decidido a levantarme y ponerme a escribir unas líneas mientras sea demasiado pronto para el desayuno.

Lo primero que he oído al salir del dormitorio (qué suerte tengo) ha sido el canto del mirlo, otro insomne contumaz, pero mucho más productivo que yo. O quizá el mirlo y yo llevamos vidas parecidas: inconsistentes, fugaces, de poco interés.

No todo el mundo lleva este tipo de vida, hay vidas más productivas. Hay personas que inventan algo útil, o que realizan tareas provechosas para mucha gente.

Claro que si uno anda ya jubilado, en los años finales de la vida, tiene excusa: ni el cuerpo ni la mente dan ya para mucho. ¿Para escribir un libro de memorias quizá?

Hace aproximadamente un año, poco después de que naciera mi nieto Jaime, le escribí una carta-libro, contándole cosas de esta familia y de lo que fue mi infancia. De hecho terminaba mi historia en la puerta del internado, seminario, en el que entré a los doce años. Le hablaba, por tanto, de mi infancia pueblerina y rural. Espero que su madre le guarde ese escrito hasta que tenga edad de leerlo, tiempo en el que probablemente yo ya no estaré.

Pero un libro de memorias que pudiera llegar a cualquier lector… No digo que no se me haya ocurrido esa posibilidad, pero siempre he terminado desechándola.

Es verdad, al menos teóricamente: cualquier vida puede resultar interesante, incluso apasionante, si se sabe contar. Ahí está el quid de la cuestión, en saberlo contar. O en sentirse inspirado para hacerlo. Ah, la inspiración, ¿qué es eso, existe de verdad? Yo creo que sí existe, que es como un arrebato, un impulso, que lo siente quien lo siente y cuando lo siente. Para tal vivencia a mí siempre me ha gustado la palabra ‘entusiasmo’, por su etimología griega: significa algo así como endiosamiento, un sentirse como dios, y por tanto con capacidad creadora.

Yo creo que he sentido muchas veces ese entusiasmo, pero sólo para escribir cosas cortitas, páginas sueltas y volanderas; unos versos, unas impresiones en prosa, cosas de poca enjundia, algos de los que desprenderme y olvidarme.

Sin embargo, últimamente tengo la impresión de que esos raptos de entusiasmo ya se me han acabado; de que, si me pongo ante el folio, boli en mano, estoy solo, no hay ninguna musa soplándome al oído.

Cosa de la vejez, me digo: los viejos a nadie interesan, y menos que a nadie a las musas.

Así que mejor nos conformamos con esta vida anodina que nos va quedando, si por lo menos seguimos teniendo gusto para algunos entretenimientos, oír música, leer, caminar, montar en bici; y si por lo menos estamos útiles para movernos, asearnos, hacer café. A eso voy, ya es la hora.