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José Manuel

Por su aspecto, a primera vista, se asemejaba sobre todo a la imagen que uno tiene del inquisidor dominico del siglo XVI: seco, adusto, asceta, riguroso, implacable.

Pero nada más alejado de la realidad: cordial en toda ocasión, sonriente y luminoso, conversador infatigable, siempre atento a los matices en las réplicas de su interlocutor, vivamente interesado por todo lo humano.

Para acercarse a un alumno o grupo de alumnos y ponerse a charlar amigablemente, cualquier lugar era bueno: un pasillo, la calle, el supermercado.

Sano y deportista. Para que se bebiera una cerveza de las de verdad, con alcohol, tenía que haber una no pequeña celebración. Y hablaba de las virtudes del agua potable con las mismas sutilezas y primores que otros emplearían al hablar de los riojas o los montillas.

Obrero y artesano en su casa, para tenerla hecha un auténtico palacio. Y ciclista de acero.

Me lo encontré una mañana de abril o mayo, este año. Venía caminando en dirección opuesta a la mía. Y me extrañó:

-¡Cómo es que te estás paseando a estas horas! ¡Cómo es que no estás dando clase en el instituto, como es tu obligación! -le espeté con el fingido -no del todo- recochineo propio del jubilado ante un viejo colega que tiene que continuar acudiendo al tajo cada día laborable. A él le quedaban unos cuantos años de laboreo antes de llegar al retiro.

-Estoy en baja de larga duración. Me han operado de cáncer de próstata -me respondió con la sonrisa de siempre.

Ahora la Parca, que no sonríe ni conversa con nadie, sino que apunta aleatoriamente con su descarnado índice, lo ha tumbado.

Mi sentido pésame a su esposa, a sus tres hijos. Y a todos los que lamentan su pérdida.

Intimidad

Lo más probable es que cualquier visitante de este blog, al leer la palabra del título de hoy, piense que nos estamos refiriendo al sustantivo formado a partir del adjetivo íntimo. Un adjetivo, recordemos, en grado superlativo; que no tiene grado positivo (se forma a desde la preposición-prefijo in-, en, dentro de) y cuyo grado comparativo es interior.

Todos pensamos inmediatamente en el sustantivo intimidad porque alude a un referente que valoramos mucho: el territorio más nuestro, el espacio más propio de cada uno, del que sólo nos puede despojar la muerte o la alienación extrema, la enajenación mental. De ahí que refugiarse en la intimidad sea como acogerse en sagrado, resguardarse en un espacio inviolable, al menos dentro de unas coordenadas de civilización.

Sin embargo ese sustantivo tiene un homónimo en el que quizá no hemos pensado: efectivamente, intimidad es también la forma plural del imperativo de intimidar. Verbo cuyo núcleo etimológico es el verbo latino timeo, temer. De tal verbo deriva el adjetivo tímido, el que habitualmente teme. Y de tal adjetivo, el verbo intimidar. Intimidamos a alguien cuando lo obligamos a convertirse en un tímido. También en el verbo intimidar está el prefijo in-, pero aquí con su otro significado, el de agresión destructiva.

Pero estos dos homónimos, intimidad e intimidar, alejados en etimología y significado, tienen, en sus respectivos referentes, una llamativa relación: cuando intimidamos a una persona, la obligamos a refugiarse en su intimidad. Vemos, por tanto, que no es lo mismo intimidar, que amenazar. Cuando amenazamos a alguien, probablemente lo estamos induciendo a que se busque un refugio, el que en cada caso convenga según el tipo de amenaza. Cuando intimidamos, el objeto de nuestra intimidación no encuentra refugio en su entorno, y espera ocultarse en su propia intimidad.

Lamento que, tras tan prolija introducción acerca de esta pareja de palabras, intimidad-intimidar, nos quede poco espacio para la reflexión psicológica y moral subsiguiente. Intentaremos resumirla.

Ya sabemos lo inmoral y abusiva que es la práctica de la intimidación en los ámbitos escolar y laboral, el bulling y el mobbing. Pero igual de inmoral y destructivo, o incluso mucho más, puede ser acceder a la intimidad de alguien, por la vía del falso amor o de la falsa amistad, de la falsa autoridad moral o religiosa, para, una vez alcanzado ese reducto último de un individuo, arrasarlo, aniquilarlo, aventarlo, destruirlo.

Siempre existe el riesgo, especialmente para los menores (entorno familiar, educativo, religioso) de contacto con personas que, desde un pretendido amor o amistad o autoridad, consiguen, con su intimidación aparentemente bondadosa, que se les abran las puertas de la intimidad. En la que lo único que hacen es depositar un veneno. O una carga explosiva.

La señora del poeta

En lo que más palmariamente estuve fracasando en mi labor de profe de Lengua y Literatura, fue en mi propósito de despertar la sensibilidad y el interés de los alumnos por la poesía. Por la buena poesía, que la horrenda, a veces escrita por ellos mismos, les encantaba.

Y no creo que mi fracaso se debiera a que me ponía muy pesado con los comentarios de texto, ya que yo los detestaba más que ellos: los comentarios minuciosos, encorsetados, estomagantes. La mejor forma de presenciar el prodigio de una obra de arte, pintura, música, poesía o, es el silencio. Silencio sobrecogido y arrobado, del que se debe bajar sin apremios.

A los mayores, los alumnos de 2º de Bachillerato, desde que tuvimos las facilidades que nos brindan el ordenador y la impresora, les preparaba selecciones de poemas, elegidos uno a uno por mí, conjugando mi gusto personal con el grado de dificultad y de disfrute que podrían encontrar en ellos mis queridos destinatarios.

De una de la selecciones que he conservado, copio ahora un poema, uno de los que pasaron reiteradamente por las aulas:

 

PROFESORA DE INGLÉS

 

Viene rauda, veloz, penetra en casa

igual que la Ocasión –la pintan calva,

pero qué va, qué va: largos cabellos

temblorosos de luz, ojos azules

y piernas largas, largas, largas, largas…

Yo me muero mirándola –¡oh tormento!—

pasar ante mis ojos trastornados

que no la han de tener ni aquí ni en Francia,

ni a la luz de un farol en Central Park.

Yo me muero mirándola –¡qué espanto!—

y siento el corazón que se disloca,

las manos que me sudan, la cabeza

que se pone a girar… Menuda gracia

que le hará a mi señora este poema.

 

Víctor Botas, Las rosas de Babilonia.

 

Ante poemas como éste, solía este profe soltar la advertencia: «Atención, no identifiquemos el yo del poema con el yo del autor. El poeta tiene tanto derecho a inventar como el novelista o el dramaturgo. Así que lo mismo este poeta no está casado, o no tiene hijos, o los tiene pero no les ha proporcionado ninguna profesora particular de inglés».

Yo nunca me he interesado especialmente por la vida de Víctor Botas; sí por su poesía. Sabía que su entrega a su vocación de escritor, de poeta sobre todo, fue tardía; y sabía de su amistad con quien, en mi opinión, es actualmente el mejor conocedor de la poesía española, José Luis García Martín. También supe que su muerte fue temprana: no llegó, aunque casi, a los cincuenta. Sabía que estaba casado. Lo que no he sabido hasta ayer es la identidad de la esposa, Paulina Cervero, a quien yo conocí, en Oviedo, cuando tal vez ella ni siquiera tenía noticia de la existencia del que había de ser su Víctor. Recuerdo bastante bien aquel encuentro y aquella charla con Paulina, a finales de los setenta.

Ahora tengo ante mí dos libros de Víctor Botas. El primero, Las rosas de Babilonia (1994), está también integrado en el segundo, Poesía completa (1999). Lo volveré a leer, ya asociado al recuerdo de Paulina, y a toda una serie de recuerdos míos de aquella época.