Camboya, utilizado como santuario por los norvietnamitas y como ruta de abastecimiento por las guerrillas del Vietcong, había sido el objetivo de una campaña de bombardeos supuestamente secreta ordenada por Nixon. El gobernante del país, el príncipe Norodom Sihanuk, había tratado en vano de mantenerse al margen mientras los dos bandos se enfrentaban mutuamente. El 18 de marzo de 1970, Sihanuk fue derrocado por un golpe de Estado organizado por el pronorteamericano Lon Nol; decidido a recuperar el poder, Sihanuk aunó fuerzas con los comunistas camboyanos, el Jemer Rojo, para quienes aquel comienzo de la década de 1970 ofrecía una oportunidad perfecta. Las fuerzas norvietnamitas no solo fueron capaces de eludir las incursiones estadounidenses, sino también de vencer al ejército de Lon Nol, inferior al suyo. Los norteamericanos intensificaron sus bombardeos, pero el número de víctimas civiles resultantes no hizo sino ayudar a los jemeres rojos a conseguir nuevos reclutas. Cuando se retiraron los norvietnamitas, los días del régimen de Lon Nol estaban ya contados. El hombre que le echaría sería Saloth Sar, un fracasado estudiante de electrónica que se había hecho comunista mientras estaba estudiando en París y que había adoptado el nombre de guerra de Pol Pot. Impresionado por la fría conducta de su líder y por su absoluta crueldad hacia sus enemigos, uno de sus camaradas comparó en cierta ocasión a Pol Pot con un monje budista que hubiera alcanzado el “tercer nivel” de conciencia: “Eres completamente neutral. Nada te altera. Ese es el nivel más alto”. Lo que era capaz de hacer Pol Pot en ese estado trascendente quedó de manifiesto inmediatamente después de que la capital, Phnom Penh, cayera en manos de los jemeres rojos el 17 de abril de 1975: él y su insensible ejército ordenaron la inmediata y total evacuación de la ciudad entera.
El régimen de Pol Pot repudiaba la idea de progreso económico y anhelaba transportar a Camboya de regreso a una utopía preindustrial, precomercial y precapitalista. Se proclamó el “año cero”. Las ciudades habían de vaciarse. Todo el mundo tenía que trabajar ahora en cooperativas agrarias, donde no habría propiedad privada. Solo se podía vestir de negro. Había que comer en comedores comunitarios. El objetivo de todo ello era crear ”Kampuchea”, un estado agrario comunista puro. Toda forma de contaminación occidental había de ser erradicada, incluso la medicina moderna. Y por lo que se refería a los jemeres rojos, no importaba mucho cuánta gente había de morir para conseguirlo. Como ellos mismos decían a los aturdidos habitantes de las ciudades, la llamada “nueva gente” que no había estado en el lado correcto de la guerra civil: “Preservándote nada se gana, destruyéndote nada se pierde”. La destrucción representaba de hecho el único talento de Pol Pot, ya que su única aventura en la construcción –un complejo de nuevos canales y presas que pretendía rivalizar con los templos de Angkor Wat– resultó un completo fracaso. Los principales partidarios del régimen anterior fueron ejecutados de inmediato, junto con sus familias. Cualquiera que cuestionara la Angkar –la “Organización”– era tratado del mismo modo. Incluso estar enfermo equivalía a demostrar una “falta de conciencia revolucionaria”. Al igual que sucediera en la Revolución Cultural china, se miraba a los maestros con recelo; pero lo mismo ocurría con los estudiantes y los licenciados universitarios. Como los jemeres rojos iban escasos de balas, utilizaban hachas, cuchillos o bastones de bambú. A los niños elegidos para ser ejecutados se les aplastaba la cabeza contra banianos. Con frecuencia las ejecuciones se llevaban a cabo con una piqueta en arrozales, los denominados “campos de la muerte”. La prisión de Toul Sleng se convirtió en centro de exterminio, donde 14.000 personas fueron torturadas hasta morir, muchas de ellas cuadros del Jemer Rojo que habían caído bajo sospecha. Algunas víctimas eran destripadas públicamente; luego su hígado se cocinaba y sus verdugos se lo comían. No era inusual que una revolución devorara a sus propios hijos, pero solamente en Camboya estos fueron devorados literalmente. En total, entre 1,5 y 2 millones de personas murieron como resultado de ejecuciones, malos tratos o inanición, de una población total de solo 7 millones de habitantes.
Niall Ferguson, La guerra del mundo (págs. 717-719)
Traducción de Francisco J. Ramos
Editorial Debate. Barcelona, 2007.
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