Son dos escenas, o dos acciones, muy diferentes: la de romper el huevo desde dentro y la de romperlo desde fuera.
Lo rompe desde dentro el pollito que quiere, necesita, salir al aire y a la luz. Presenciar esta escena en vivo y en directo es asistir a un momento hermoso, especialmente hermoso.
Yo me crié en el campo, como los pollos. Mi madre criaba hijos y criaba pollos, así que el momento solemne de la rotura del cascarón me fue familiar casi desde que yo rompí el mío.
Lo mismo que me fue familiar y cotidiana la misteriosa escena subsiguiente: el primer alimento que mi madre proporcionaba a los recién salidos de su cascarón, eran miguitas de huevo hervido, que ellos picoteaban entusiasmados. Caso inquietante, aunque yo entonces no lo pensaba, de canibalismo precoz.
Romper los huevos desde fuera es otra cosa. No sé qué edad exacta tenía yo cuando lo hice por primera vez, quizá andaría por los veinte; he ido siempre con bastante retraso en cuanto a tareas culinarias. Después he roto muchos: el huevo frito es el plato en el que nos especializamos los que no aprendemos nunca a cocinar. Lo que no he hecho nunca ha sido cascarlos con una sola mano, con ese movimiento ágil, delicado y rápido de los verdaderos cocineros. La primera vez que lo vi hacer, en la cocina del Hotel Andalucía de Lanjarón, me quedé maravillado. De eso hace casi medio siglo.
También, para romperlo desde fuera, hay un modo subrepticio y sutil, más propio de depredadores que de cocineros: un minúsculo agujerito en cada extremo, y a sorber tan ricamente.
Lo cual nos lleva, inevitablemente, al primer encuentro de Juanito Santa Cruz y Fortunata, en esa obra de Don Benito que debería ser inexcusable para cualquier vida en castellano. El narrador nos dice que la chica, al ver al buen mozo, se esponja como gallina. Leamos el pasaje:
Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta… Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera. La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianza con ella.
-¿Vive aquí -le preguntó- el Sr. de Estupiñá?
-¿Don Plácido?… en lo más último de arriba -contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera.
Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»… Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:
-¿Qué come usted, criatura?
-¿No lo ve usted? -replicó mostrándoselo-. Un huevo.
-¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.
Fortunata y Jacinta (Primera parte, cap. III)
Fortunata, «gallina» que rompe apenas el huevo para comérselo crudo. ¿Tiene la escena algún simbolismo dentro de la obra? Léanla ustedes, si quieren, y opinen.
Filed under: A punta de pluma | 2 Comments »