En Gójar veo a Manolo el Cabo siempre con su mula. Va o viene, pero siempre con su mula, como otros van siempre con su perrito.
La estampa de Manolo con su mula (¿Qué edad tendrá Manolo? Setenta y cinco, mes arriba mes abajo), esta estampa me recuerda mi infancia en este pueblo, la vida de Gójar “cuando yo era pequeño”, la constante confraternización o competencia con los animales.
Este pueblo, cualquier pueblo de entonces, era una especie de Arca de Noé antediluviana, en la que hombres y bestias camaradeaban o disputaban.
En nuestra casa del barrio San Luis –en cualquier casa-, aparte de representantes de las tres generaciones humanas, abuelos hijos nietos, había una cabra -a temporadas con su cría-, una burra o una mula, una becerra –no siempre, por desgracia-, un cochino, dos en los buenos años, una tropilla de gallinas con su gallo, una pitirra con el suyo, conejos en incesante meneo del bigote, una gata –a veces con su cría-. Animales todos censados y alimentados –y alimentantes- en la casa.
Estaban además los autoinvitados: los ratones que se arrimaban al magisterio de la gata, las golondrinas con su nido en la cuadra, la incontenible plaga de moscas, la ingente variedad de insectos en llegando mayo.
Éramos animales entre animales: los de charca y su estrepitoso croar, los silenciosos lagartos y culebras, las chicharras de crepitante griterío, los caracoles amigos de la mansa lluvia –y más de la lluvia con sol-, las zumbantes abejas y las avispas asesinas, las aves que cazábamos con cepos y los gusanos que usábamos como cebo. El cuco que maullaba en las noches claras del buen tiempo, que se quedaba quieto, estático, hierático en lo alto de un poste; la lechuza que se bebía el aceite de la lámpara del Santísimo; el perro de Enrique –siempre había un Enrique con un perro que aterrorizaba a los niños-, la yegua del Cózar, la Babieca del Charina, el caballo del Ñéñeres. La Mora: la perrita negra de mi amigo Falín, a la que, ya vieja, le saqué un colmillo que tenía oscilante.
Toda esta Arca de Noé gojareña me recuerda manolo con su mula. Por cierto: los de Gójar tenemos el gentilicio de paveros. Por algo será.
Filed under: Apuntes |
Oye Antonio, no era un caballo lo que tenía el Cózar? Quiero recordar que se trataba de un macho que además lo tenía medio amaestrado pues flexionaba las patas delanteras cada vez que montaba o bajaba de él. Aunque claro, hace tantos años que no te lo podría confirmar.
Creo que la gente (los niños sobre todo, que admirábamos aquel arrodillamiento del animal en la puerta de la casa, cuando se iba a bajar el jinete) decía «la jaca del Cózar». Pero tú vivías más cerca: puede que tus recuerdos sean más fiables.
Intentaré consultar algunas fuentes -tal vez mas fiables- que a lo mejor nos sacan de dudas sobre si era jaco o jaca. Ya te informo.
Acabo de recibir un correo de mi amigo Ico Joaquín: ha conocido de fuente absolutamente solvente y fiable que la jaca del Cózar era el jaco del Cózar; y que el jaco se llamaba Pajarito. Con este nombre y aquellos andares de pasarela que Ico y yo recordamos, yo deduzco que Pajarito era homosexual, y practicaba un exhibicionismo que nuestros ojos de asno -o de ano- no podían interpretar.