El padre. Ya está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, pero se mantiene fuerte como un roble. Y, como es trabajador y cumplidor al máximo, aunque lo despidieron en la empresa, no le falta la faena en las chapuzas. Y en su casa hace todos los arreglos que se necesitan, o sea, los que disponen la parienta y los niños. Ahora han decidido agrandar el cuarto del niño añadiéndole el de la plancha… Y ya está listo: en un día. Ahora hace falta tirar por ahí los cascotes del tabique, la puerta desmontada, el armario viejo, el viejo colchón y el viejo somier. La verdad es que a él no le parecen tan viejos… No importa… Todo sea por tener contenta a la señora (el niño no se merece tanto). Total, que lo carga todo en la furgoneta y tira para el Monte… Y antes de llegar a la Cuesta Grande, junto al riachuelo, lo larga todo: “Esto las zarzas lo tapan… El Monte se lo come todo…”
El hijo. Tiene ya veintitrés tacos. No terminó el bachillerato porque, decía, no le gustaba estudiar, y quería trabajar. El caso es que han pasado ya unos cuantos años desde que dejó el instituto y sólo ha trabajado un par de temporadas cortas (está difícil el trabajo…). A las pocas semanas de estar currando por primera vez, ya tenía convencido al padre para que le avalara la compra del coche: un SEAT León rojo que mantiene impecable, siempre limpio y sin un arañazo. Y porque no hay pasta para tunearlo… Gracias al manso y rugiente León, anoche mismo estuvieron dando una vuelta él y la chica con la que ha empezado a salir. Fueron a un par de zonas de movida; luego compraron para un piscolabis en uno de esos pequeños comercios que no cierran mientras haya negocio. Y buscaron la tranquilidad del Monte. Remontaron la Cuesta Grande y llegaron hasta la entrada de un carril que muere en una cortijada próxima. Allí el fiero león se convirtió en nidito de amor por unas horas. Luego, antes de iniciar la bajada, tiraron cuanto pudiera afear el coqueto y rodante apartamento: las latas vacías, los clínex usados, los envoltorios de los dulces, la bolsa de la tienda (el condón ya hacía un rato que lo había tirado la chica por la ventanilla): “Que metan gente para limpiar el Monte, que hay muchos parados.”
El abuelo. Se jubiló hace cuatro años y se mantiene saludable. Se acuesta temprano y se levanta temprano. Hoy sábado, después de desayunar su tazón de leche con galletas como siempre, va a tirar para el Monte. En su ciclomotor, que, aunque lo tiene desde muchos años antes de jubilarse, anda bien. Para el transporte de lo que se presente, le tiene acoplada en el asiento trasero una caja de plástico de esas de la fruta. Llega al paraje elegido para su merodeo, en mitad de la Cuesta Grande, y aparca en la orilla de la pista, sobre la hierba. En seguida se ata una bolsa en el cinturón, coge su azadoncillo, y comienza la búsqueda: espárragos, tagarninas, palmitos… “El Monte es bueno, y da muchas cosas a quien sabe moverse y mirar por sus laderas. Además, que la economía de la casa no está tan boyante. Y ahora mi hija con el lumbago; y este nieto, todo el día durmiendo y toda la noche por ahí, que hay que ver cómo vive la juventud… Y su padre lo deja, ¡hala!, lo deja hacer lo que le da la gana. Menos mal que por lo menos la niña es formalita y buena estudiante. Pero este niño… En fin… El Monte siempre se porta bien. Me voy ya para la casa, con mi manojo de espárragos.”
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Puro realismo social algecireño!!
Tus tres generaciones son un fiel retrato de muchas familias. Sobre todo, y no por barrer hacia casa, por el ejemplo casi siempre dulce de la hija que sale formalita y es fuene de las únicas alegrías de la casa. He visto varios casos así.
Pero ya te digo, no es por barrer para casa.
Me gustan tus textos camperos.
Un abrazo
Gracias, Dani y Mery, por vuestros comentarios. Os dan derecho al diez por ciento, a cada uno, de la recaudación.
¡Qué gran detalle por tu parte!